El Ángel Negro ©

EL ÁNGEL NEGRO

Sinopsis:

En el invierno de 1667, Miguel de Torres y su hermano son exiliados de España a perpetuidad, acusados de alta traición.
Intentan rehacer su vida en Maracaibo cuando el pirata Morgan ataca la ciudad y les convierte en esclavos, vendiéndoles en el mercado de Port Royal.

Kelly Colbert ha viajado a Jamaica como castigo a su negativa de aceptar un matrimonio pactado. En Promise, la hacienda de su tío, tendrá que luchar contra las normas de aquella sociedad y su desprecio hacia la esclavitud. Pero sobre todo, contra la pasión que despierta en ella el arrogante esclavo español.

Escapando de las garras de Promise, Miguel de Torres se une a corsarios franceses. Amargado y vengativo, jura hacer pagar a todos los ingleses la muerte de su hermano menor. Y cuando el barco en el que Kelly regresa a Inglaterra cae bajo sus garras, encuentra la víctima propicia para dar rienda a sus más bajos instintos.
Miguel de Torres cuenta con dinero, con poder y con un arraigado rencor…Pero no tiene en cuenta el amor, un arma mucho más poderosa que el odio.

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CORTE DE MADRID. INVIERNO DE 1667.



Alejandro de Torres paseó a un lado y otro de la pequeña sala en la que aguardaban la decisión del tribunal de la Corte. Con las manos cruzadas a la espalda y el semblante adusto, seguía dando vueltas a los últimos acontecimientos y no podía creer que el destino fuese tan injusto.

A finales de la primavera sus dos hijos, Miguel y Diego, habían engrosado la tripulación del buque Castilla que batalló contra dos barcos de bandera inglesa cerca de Las Azores. Algunos hombres murieron en el enfrentamiento y entre ellos don Esteban de Albedalejo, estimado en toda la corte. En principio, la noticia de aquella muerte, aunque sumió a todos en el dolor, no era sino una más de las que llegaban de cuando en cuando a oídos de todos, dado que los galeones españoles eran constantemente atacados por piratas franceses, holandeses e ingleses, en sus viajes de ida o vuelta a las costas caribeñas, donde España mantenía posesiones. Por norma, los galeones eran barcos de gran tonelaje pero no preparados para la batalla, por lo que se convertían en fáciles presas para los filibusteros y corsarios que atacaban bajo bandera extranjera. Y aunque en los últimos tiempos, el soberano había mandado que fuesen protegidos por barcos armados, el Castilla había viajado solo. No, ciertamente la noticia de la muerte de don Esteban no había supuesto más allá de una mala nueva para España.

Hasta que solapadas acusaciones en algunos oídos dieron con sus dos hijos en el banquillo de los acusados de alta traición; según el tribunal, habían facilitado a los piratas ingleses la ruta que seguiría el Castilla.

Alejandro de Torres era un hombre influyente, dueño del título de duque de Siruela, propietario de extensas fincas en Salamanca, Toledo, Barcelona y Sevilla; amigo de jurisconsultos, ministros y hombres importantes de la Iglesia. Nada de ello libró a sus hijos de las acusaciones ni del juicio al que fueron sometidos.

Ahora, tras un largo mes de espera, de lloros de su esposa Mariana, de entrevistas con unos y otros por su parte y por la de su hermano Daniel, de búsquedas incansables de testigos, debía aguardar, como otro más, a que el tribunal de la Corte del rey Carlos emitiera su dictamen.

Bufó por lo bajo, tomó asiento y volvió a incorporarse casi de inmediato, renegando entre dientes.

- Padre, siéntese -escuchó a sus espaldas-. No conseguirá nada desgastando la alfombra.

Don Alejandro se volvió y enfrentó la mirada de su hijo mayor. Le observó con atención, igual que a Diego, el pequeño. Eran muy distintos, tanto, que a veces ni parecían hermanos a no ser por los rasgos de los De Torres, inamovibles de generación en generación. Aparte del rostro aristocrático, la nariz recta y el mentón firme, apenas se parecían. Diego era de cabello rubio oscuro, como Mariana, mientras que Miguel había sacado su cabello, negro azulado; el primero tenía ojos castaños, el segundo había heredado el color de su bisabuela escocesa y sus ojos eran de un profundo verde esmeralda que solía retener la atención de quien le miraba. Diego era alto y delgado; Miguel le sacaba media cabeza y sus hombros, anchísimos, le hacían parecer mucho más alto que su hermano. Don Alejandro sabía que, a pesar de la edad, Diego jamás podría llegar a tener la constitución del mayor, que parecía haber heredado en sus genes toda la savia de aquellos malditos escoceses con los que el bisabuelo, Don Alvaro, se emparentó.

- ¿Como diablos puedes estar tan tranquilo? -preguntó el hombre, exasperado, luego de mirar el nerviosismo de Diego, que no sabía qué hacer con las manos-.

Miguel sonrió y se encogió de hombros. Ni mucho menos estaba tranquilo. No cuando sabía, porque la conocía, como era la corte de Madrid. Desde que Carlos II, al que todos conocían por el Hechizado, subiese al trono de España, las cosas habían empeorado. El soberano tenía sólo seis años de edad. Último de la casa de Austria. Hijo de Felipe IV y su segunda esposa y sobrina, Mariana de Austria, había nacido un niño enclenque y enfermizo. Y la vida política estaba revuelta después de que Felipe IV, tras la derrota internacional y la quiebra del Estado, había anegado a Castilla en el pesimismo, agravado por los problemas económicos. Hacía dos años que una junta de cinco ministros asesoraba a la madre del soberano durante su minoría de edad, pero realmente no eran aristócratas los que gobernaban, sino el confesor P. Nithard y el intrigante Fernando de Valenzuela, incapaces pero con el suficiente poder sobre la reina para que ella siguiese sus consejos. Había desconcierto, murmuraciones sobre deponer a Mariana de Austria y a Carlos, intrigas palaciegas para tomar más poder al lado del pequeño soberano. Aquel cúmulo de cosas no ayudaba para nada a su situación actual, ya de por sí deprimente. Pero no podía, ni quería, dejar entrever aquel malestar. No lo hizo desde el momento en que Diego y él fueron acusados de alta traición. Y no bajaría la guardia ni aunque les condenasen a la horca, cosa muy probable tal y como se habían desarrollado los acontecimientos.

- Nada conseguiremos poniéndonos nerviosos -intervino el tío de los jóvenes-. Lo que sea, lo sabremos muy pronto, hermano.

Don Alejandro volvió a bufar. A veces, la frialdad de su hijo le enervaba los nervios. ¡Por los clavos de Cristo! ¿No podía mostrar de cuando en cuando un poco de sangre española?

La puerta que daba a la cámara se abrió y Alejandro dio un brinco. De inmediato se acercó al hombre que le hacía señas. Cuchichearon un momento en voz baja y luego el otro volvió a desaparecer. Cuando se volvió hacia sus hijos, su rostro estaba tan blanco como el papel. Diego cerró los ojos y sintió un vuelco en el estómago. Miguel, por su parte, sólo encajó las mandíbulas y clavó su mirada en la cara de su progenitor. No hizo falta que el hombre dijese nada.

- ¿Culpables? -preguntó de todos modos-.

El duque de Siruela asintió y sus ojos se volvieron brillantes. Miguel, sin poder soportar que su padre, al que siempre vio recio y fuerte, se echase a llorar, se levantó y le tomó por los hombros.

- Nunca, señor -dijo, con los dientes apretados-. Nunca lo haga. Que no le vean flaquear o caerán como los buitres sobre nuestra familia.

Alejandro se tragó las lágrimas y asintió, hundidos los hombros, demacrado el rostro.

- Os llamarán dentro de un momento -dijo su hermano-.

- Y nosotros entraremos con la cabeza bien alta. Puede que nos declaren culpables y que nos ahorquen, tío -repuso el joven-, pero Dios sabe de nuestra inocencia y nosotros también. No pienso entrar en el tribunal como un vulgar traidor, porque no lo soy.

- ¡Ni lo menciones, Miguel! -estalló el otro-.

- Pueden ahorcarnos y lo sabes.

- ¡Condenación, muchacho! -Alejandro se separó de su hijo y le miró echando llamas por los ojos- ¿De veras tienes la frialdad que representas, Miguel? ¿Qué corre por sus venas, demonio, hielo? -gritó-.

- Padre, por Dios... -intervino Diego-.

- ¡Quiero saberlo! -gruñó el hombre-. Maldito seas, Miguel, ¿es que no lo entiendes? Sois mis únicos hijos, mi estirpe, mis herederos. ¿Como puedes afrontar el destino con tanta calma, en lugar de revelarte? ¿Qué le diré a tu madre si os condenan a la horca? ¡Por todos los infiernos! ¿Que le diré?

Miguel tragó saliva y apretó los puños contra las caderas. No había dejado de pensar en su madre y la posibilidad de perderla era lo peor. Su padre era un hombre, pero ella... Fue a contestar cuando la puerta volvió a abrirse y se les llamó para comparecer ante el tribunal.

Diego se levantó, pálido y algo tembloroso y avanzó con pasos inseguros. De inmediato, la mano fuerte de su hermano le tomó del brazo. La voz de Miguel sonó ruda, tanto, que Alejandro sintió un escalofrío de horror y de orgullo al mismo tiempo.

- Si flaqueas, Diego, juro por lo más sagrado que te saco las tripas antes de que nos cuelguen.

El hijo menor del De Torres se irguió, se tragó el miedo y miró los ojos esmeraldinos de su hermano con confianza.

- No dejaré mal a la familia, Miguel. Lo juro.

- Más te vale, renacuajo -sonrió Miguel-.

Y aquella sonrisa dio ánimos al otro, que le precedió para entrar en la sala.


(Extracto del primer capítulo)
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LONDRES. FINALES DE 1667



La goleta Pretty Olivia estaba pronta a partir. Era una nave ligera, de pasajeros, aunque de todos modos iba armada con ocho cañones a babor y estribor y los marineros que la gobernaban no era la primera vez que se enfrentaban a buques enemigos.

Acaso por eso, y porque la ruta que seguirían era comercial e inglesa -aunque en aquellos tiempos nadie podía confiar en no darse de narices en el mar con barcos rivales-, Colbert se sentía ligeramente menos inquieto.

Su hija, Kelly, partíría en menos de una hora hacia Jamaica, para pasar una muy larga temporada en la hacienda de su hermanastro, Sebastian. Era una decisión que había tomado y de la que no se volvería atrás; Ni los llantos de su esposa ni los gritos de su hijo le habían hecho anular su decisión. Kelly debería aprender. Había sido una chiquilla criada en el amor, pero acaso la habían educado de forma equivocada, porque aunque siempre acató las órdenes de él, su negativa al matrimonio que la había preparado le había llenado de indignación.

Dentro del carruaje en el que se encontraban a solas sus dos hijos, se oía llorar a la muchacha.

- Vamos, brujilla -dijo su hermano abrazándola por los hombros-, no es el fin del mundo.

- Oh, James, ¿como puedes decir eso? -se quejó la muchacha- ¡Maldición, no eres tú el que se va!

El rostro atractivo del joven se puso tenso y ella, de inmediato, se abrazó a él y le besó en el mentón. Sus ojos, azul zafiro, se clavaron en los otros, algo más claros, de la muchacha.

- Lo siento. No quería decir eso.

- Lo sé. Y es lógico que estés de tan pésimo humor, pero piénsalo de otro modo. Vas a conocer Jamaica.

- ¡Me importa un pimiento Jamaica! -estalló de nuevo ella- ¡No quiero irme de Inglaterra! James... ¿de veras piensas que nuestro padre no...? -él negaba con la cabeza- ¡Pues no pienso tomar ese barco!

James Colbert no pudo remediar echarse a reír al ver el gesto de su hermana pequeña, con el ceño fruncido y los brazos cruzados bajo el pecho, como una niña enfuruñada. La besó en la nariz y dijo:

- Será poco tiempo.

- ¡Tres años, por amor de Dios!

- El tiempo pasa sin sentir, brujilla. Además... ¿quien no te dice que en Port Royal conocerás a un guapo muchacho del que te enamores? Ya que tu pretendiente de aquí te disgusta...

Kelly descubrió la burla en el gesto de su hermano y le atizó un puñetazo en el pecho, que le hizo reír con más fuerza.

- ¡Eres un mulo, James! En Port Royal no hay más que plantadores y piratas. Ni uno ni otro me entusiasma tenerlo como marido. ¡Casi preferiría a éste!

- Entonces, cede en casarte.

- ¡Antes muerta!

(Extracto del segundo capítulo)