Tengo el escudo de mi familia en cerámica, regalo de mis queridas Marta y África. Me lo encargaron hace años y cada vez que lo miro me acuerdo de ellas. Desde aquí, vuelvo a darles las gracias por un detalle tan precioso. Si fue mi novela «Orgullo sajón» la que les dio la idea, doy gracias también a Wulkan de Kellinword y a Jacqueline de Lynch, los protagonistas.
Sí, como estáis imaginando, me gustaría compartir con vosotras algunos de los datos que encontré mientras ambientaba esta novela, así que quiero hablaros de los heraldos y, un poquito, de esos escudos.
En otro artículo os conté algo sobre armas y armaduras, justas y torneos, pero no de esto en particular, y creo que es buen momento para saber algo más de ellos.
Durante le Edad Media, trasladémonos a los siglos XI y XII, los caballeros que intervenían en las justas iban cubiertos por la cota de mallas, que les tapaba la parte inferior del rostro, por el casco y la visera. No había modo de reconocerlos, salvo por sus escudos de armas, que nacieron justo para eso, para poder identificarlos. Ahí era donde entraban los escuderos, que primero solo se encargaban de portar el escudo y las armas de su señor, pero acabaron convirtiéndose en personajes de relevancia con una misión mucho más importante: representar al hombre que los protegía. Por tanto, su trabajo terminó siendo más de diplomático que de simple criado: un heraldo.
No llevaban arma alguna, no les hacía falta porque eran respetados por todos, enemigos incluidos. El tabardo con el que se vestían, una túnica larga cubierta con los colores e insignias del hombre al que servían, era más que suficiente para que se les permitiese la entrada en campo contrario a fin de entregar mensajes, pactos o declaraciones de guerra.
Eran los encargados, durante los torneos o los combates, de dar a conocer a todos quién era su señor, gritando la descripción de su escudo o blasón. Pero también eran capaces de reconocer los escudos de otros caballeros e incluso podía presidir los juegos.
Con el tiempo se especializaron en la ciencia de la heráldica, es decir, la de los blasones, llegando a ser ellos quienes ideaban las figuras geométricas, los colores a utilizar o los animales que luciría un escudo de armas.
Ahora bien, ¿cómo eran esos escudos? Podríamos hablar largo y tendido de este asunto, pero ahora solo quiero contaros alguna cosilla para entrar en materia.
La moda o necesidad de representar a una persona o una ciudad, viene de lejos. Ya en la Edad de bronce existieron los escudos para dar fe de señores o dioses. Los dioses egipcios tenían el suyo en forma de cartucho, los hititas se representaban con dos águilas y cada tribu de Israel tenía el propio, según la Biblia. La diosa Atenea, y por tanto la ciudad de Atenas, eligieron el mochuelo. Y todos sabemos que el emblema en los estandartes de las legiones romanas era el águila.
Los escudos pueden ser simples, para representar a una sola persona, o compuestos, para varias. Los llamados «de soberanía» eran propios de los monarcas, los de «pretensión» de nobles que aspiraban al trono y los de «sucesión» eran otorgados por un rey.
Los escudos de familia son hereditarios y pueden ser por sucesión o por alianza, uniendo varios blasones.
También las mujeres tenían a veces su propio escudo de familia y lo ponían junto al del esposo, haciendo así lo que se llama un escudo doble.
El soporte no era siempre igual para todos. Unos se confeccionaban puntiagudos, otros cuadrados, e incluso ovalados para las damas y rectangulares para las no casadas.
Los esmaltes utilizados: gules (rojo), sable (negro), azur (azul, púrpura (morado) y sinople (verde). También se pintaban de otros colores, como el naranja, el ceniza o el marrón, pero eran bastante menos frecuente verlos en los escudos.
Respecto a las figuras, existen muchas y variadas: cruces, soles, lunas, flor de lis, rosas, castillos, espadas, picas… Y los animales más representados son el león, el águila, el grifo o el dragón.
Espero que os haya servido para pasar un ratito entretenido.
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