sábado, 17 de enero de 2009

© Y también lloraba...



Había llorado.
Tenía sobrados motivos para hacerlo.
Mi casa había sido destruida por un misil y entre los escombros se encontraban aún los cuerpos destrozados de mi padre y de mi hermana pequeña, la niña de mis sueños; esa chiquilla de cabello negro, sonrisa desdentada y ojos oscuros como pozos, que se me colgaba de la camisa y pedía un dulce, aunque yo casi nunca podía dárselo.
Mi madre se encontraba a salvo porque en ese momento estaba visitando a una amiga enferma. Y yo puedo ahora seguir llorando porque estaba dando patadas a un balón de cuero y tiras de goma de rueda de coche calcinada.
Todo sucedió tan rápido que no puedo explicar cómo pasó.
Los gritos de alegría de mis amigos mientras emulábamos a los grandes jugadores de fútbol extranjeros, se convirtieron, en un segundo, en aullidos de terror.
El estruendo del misil nos reventó los tímpanos. Nos descomponíamos con los cascotes de cemento volando por todas partes, alcanzando a algunos de nosotros. La sangre empapaba brazos, piernas y rostros, y aquellos muchachos que hasta ese instante no eran sino un pequeño grupo de personajes invisibles, se convirtieron en noticia. En noticia, sí. Para las cadenas de televisión de todo el mundo que ya tenían su reportaje diario y material para los venideros. Me enteré después de que mi imagen, patética y desmadejada se había asomado a las pantallas de medio mundo a través del televisor.
Gaza había vuelto a ser atacada, humillada y destrozada.
Mirando hacia mi casa, no pude ver sino la humareda y el polvo que cubría la calle. Pero yo sabía que estaba allí, detrás de los muros calcinados, de los alaridos de las mujeres, del bramido de los hombres y del llanto de los niños. Estaba allí. ¡Tenía que estar allí!
Ni siquiera me di cuenta de que sangraba. Un trozo de metralla me había alcanzado en el brazo y me colgaba flácido a un costado. Lo que quedaba de mis ropas sólo era una mezcla de polvo y sangre. Pero no sentía dolor. No al menos un dolor físico.
Poco después, el humo y el polvo se fueron diluyendo en el aire y ahora sí pude ver las paredes de mi casa. Pero de aquel lugar en el que reíamos, comíamos, dormíamos y amábamos ya no quedaban más que un par de muros ennegrecidos por el fuego.
Al principio no reaccioné. No podía creer lo que estaba viendo. Luego, un grito desgarrado escapó de mi garganta y me lancé como loco hacia las ruinas de mi hogar.
Comenzaron a escucharse sirenas y el rugido de los coches que se acercaban, de los vecinos que ladraban obscenidades hacia los atacantes, de los que rezaban en voz alta y elevaban sus brazos al cielo pidiendo una ayuda que no llegaba… o que llegaría ya demasiado tarde, al menos para mi padre y mi hermanita.
Una mano me detuvo y yo me debatí como una fiera para liberarme. Quería rescatar a los míos porque ansiaba, estúpido de mí, que aún estuvieran vivos. Sabía que los dos habían muerto, lo sabía en el fondo de mi alma de niño, era imposible salir ileso de aquel amasijo de vigas y tuberías en las que se convirtiera mi casa. Si no les había matado el misil lo habría hecho ya el fuego que consumía hasta los cimientos.
Pero la mano insistía, tiraba de mí para alejarme de aquel horror, de aquella imagen de desolación, de la muerte.
Me giré y asesté al intruso un puñetazo en el hombro que le hizo retroceder, pero no conseguí que me soltara. Y por fin, llorando como jamás he llorado, me dejé llevar mientras volvía la cabeza una y otra vez y a través de mis lágrimas veía las ruinas ardientes y la carita de mi hermana sonriendo, pidiéndome un dulce.
Volvió a caer otro misil. Si no hubiera sido porque quien tiraba de mí lo hizo con más fuerza, me habría caído justo encima. De nuevo la metralla de la explosión me alcanzó, ésta vez en una pierna. Y tampoco sentí dolor. No podía. La rabia y el odio más infinito me lo impedía.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que me encontré al abrigo de otros muros. Recuerdo vagamente que me obligaron a montar en la parte trasera de una destartalada furgoneta y que ésta arrancó con un petardeo de motor monótono y agobiante. Sé que bajé del vehículo y que me arrastraron de nuevo. Yo no era persona ya, sólo una noticia en los informativos, solamente un pobre niño palestino, un individuo de una raza sin derecho a tener nada. Ni su propia patria.
La mano que me había salvado del terror me acercó una taza de algo caliente y lo bebí, completamente atontado. Aquel caldo sólo me repuso en parte, pero seguí aturdido y aún sordo por las explosiones que, ni me abandonaron, ni puedo olvidar, en tanto aquella mano salvadora curaba las heridas y me vendaba.
Cuando por fin reaccioné y pude ver los ojos que me atendían, encontré el rostro preocupado y tiznado de un chico que debía tener mi misma edad y al que, en muchas ocasiones humillamos mis amigos y yo, porque sabíamos quién era. Le habíamos conocido cuando jugábamos a mayores y traspasábamos la línea fronteriza de noche, al abrigo de la oscuridad que todo lo cubre, para adelantar nuestra hombría y poder contar después nuestra heroicidad.
Mi salvador era un chico israelí. Y también lloraba.

(Nieves Hidalgo)


9 comentarios:

Anónimo dijo...

No tengo palabras para expresar la indignación que me produce el tema de Gaza y la pasividad internacional.

Un beso.
Coni

Anónimo dijo...

El final me ha terminado de encoger el alma.
¿Llegaremos a ver el final de tanto horror?

Un abrazo
BELEN

Bego dijo...

Lo mas triste....,que pagan los inocentes.

Saludos.

Anónimo dijo...

Que emotivo y triste relato, donde los inocentes sufren la torpeza del odio que abraza a las dos naciones.
Me ha gustado muchísimo como lo narras y el generoso final del joven israelí.
Muchos besos.

Anónimo dijo...

¿Qué se puede decir?
Parece que el ser humano no aprende aunque pasen siglos.

un abrazo,

CARLOTA

Teresa Cameselle dijo...

En esta guerra, como en todas, me temo, no hay buenos ni malos. Pero siempre, en el medio de ambos bandos, lo que hay son inocentes pagando cuentas que les son ajenas.
Triste y auténtico relato, NIeves.

Anónimo dijo...

¡Qué triste! Siempre pagan los más débiles.

Un abrazo,

Nieves Hidalgo dijo...

Es cierto, siempre pagan los más débiles la sinrazón de unos pocos.

Un beso a todas.

Rosa dijo...

Me has puesto los pelos de punta Nieves, qué bonito escribes. Me parece un acercamiento genial a esa realidad que sólo conocemos por los medios de comunicación, descrito de manera breve y sencilla. Un beso, Rosa.