martes, 3 de diciembre de 2019

Cisneros en Trujillo

El cardenal Francisco Jiménez de Cisneros es otro de los personajes reales que aparece en una de mis novelas: Destinos cautivos. Siguiendo el deseo de alguna lectora, hago un corto resumen de quién fue y la causa de elegirlo como secundario en mi inventada historia. 

Nació en Torrelaguna, en 1436 y murió en Roa en 1517. En realidad, se llamaba Gonzalo; cambió su nombre al ingresar en una orden franciscana, tras una crisis espiritual. Fue arcipreste de Uceda, capellán en la catedral de Sigüenza, Vicario General en esa diócesis, arzobispo de Toledo, inquisidor de Castilla y Regente de España, entre otros cargos. Se vio obligado a cumplir este último, el de regente, en dos ocasiones. La primera, cuando la reina Juana, tras la muerte de Felipe el Hermoso, no fue capaz de llevar las riendas de Castilla. La segunda, tras morir Fernando el Católico, hasta la llegada a España de Carlos I. 

Es muy probable que a él le hubiera gustado de llevar una vida retirada de la política, que tantos quebraderos de cabeza le dio, pero la reina Isabel la Católica le pidió ser su confesor en 1492, y no pudo negarse. Luego se demostraría que su signo no era pasarse la vida orando, sino dirigiendo el reino con mano firme, hasta entregárselo a Carlos I, el primogénito de la reina Juana. 

Fue el promotor de muchas reformas en el clero, algunas de las cuales, todo sea dicho de paso, no hicieron demasiada gracia a los componentes del mismo. Además, difundió el Evangelio en el reino de Granada, envió misioneros al Nuevo Mundo, y controló que no se abusara de los indígenas. Lo que tampoco fue bien visto por otros muchos que tenían intereses allí. Por otro lado, fue un defensor a ultranza de los textos antiguos y de los códices, llegando incluso a mandar construir una capilla en la catedral de Toledo para guardar estas reliquias del conocimiento. 

¿Sabíais que fue Cisneros quien obligó a que toda persona tuviera nombre y apellido? Pues sí. A la gente se la conocía por el nombre y un mote que, normalmente, tenía que ver con su lugar de procedencia. Y fue este cardenal el que determinó que el apellido del padre se fijara tras el nombre de los hijos y de sus descendientes. 

Contar todo lo que aconteció para que llegara a ser Regente, sería un poco largo. Basta saber que, tras la muerte de Isabel la Católica, su hija Juana y su esposo Felipe tomaron el trono de Castilla. Pero Felipe murió y Juana enloqueció, por lo que los nobles decidieron que alguien debía asumir la figura de Regente. Unos nobles deseaban a Cisneros, otros que volviera a gobernar Fernando el Católico, ya que así lo dejó escrito en testamento la reina Isabel. Sin tener en cuenta a unos y otros, Juana quiso reinar en solitario. Cisneros acudió entonces al rey Fernando el Católico, le pidió ayuda, y este se entrevistó por fin con su hija, retomando el gobierno de Castilla. Esta actitud conciliadora de Cisneros, pensando solo en el bien del reino, hizo que se ganara el capelo cardenalicio. Y cuando Fernando renunció definitivamente a la regencia de Castilla, las Cortes ratificaron a Cisneros como regente, en 1510, hasta la llegada del emperador. 

Para no extendernos demasiado: fundó la Universidad de Alcalá de Henares, buscando a los mejores maestros, y dotando a la misma de una extraordinaria biblioteca. La primera piedra se puso el 14 de marzo de 1501.

Durante su segunda regencia, se puso en marcha un complot, por parte de algunos nobles, para usurpar el trono a Carlos I, en beneficio de su hermano Fernando, criado en España. 

Y aquí es cuando la figura del cardenal cobra importancia en mi novela, Destinos cautivos, y me tomo la licencia de contar que, con la ayuda de Diego, abortó el supuesto intento de asesinato del infante. El viaje, pues, desde Los Arrayanes, la hacienda de los protagonistas de la novela, hacia Santander, para recibir al emperador, es por supuesto una invención mía. Aunque sí es verídico que murió en Roa, sin poder superar su enfermedad, de camino a su destino.


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