miércoles, 22 de febrero de 2017

Lee Lágrimas negras

Kimberly Gresham, condesa de Braystone, volvió a rellenar la copa. Tatiana Elisabeta Gresham, baronesa de Winter, empujó la bandejita de pastas de té hacia el caballero al que hacían los honores. Una y otra le sonrieron encantadoras. Pero maldita fuera si en ese momento Joshua Rowling estaba para aguantar a aquellas dos beldades que no habían hecho otra cosa que atosigarlo desde que llegó, hacía ya más de media hora.

—Podéis vaciar la botella y encargar más pastas, pero no me vais a convencer —gruñó, recostándose en el sofá.

—¡Mira que eres terco, Jos!

—Claro que vas a asistir a esa fiesta.

—De eso nada.

—Lo harás.

—Lo harás.

—Ni loco.

Kim suspiró, se sirvió ella una copa, se la bebió y la dejó luego con un golpe seco sobre la mesa.

—¡Eh! Esas copas pertenecieron a mi madre. ¿Quieres romperlas? —dijo él.

—Pues a mí no me gustan —terció Tatiana, poniendo cara de ángel y cogiendo la suya con dos dedos, como si fuera a dejarla caer—. No vendría mal que renovaras tu cristalería, ¿no crees?

—¡Déjala ahora mismo! —Rowling se levantó echando chispas por los ojos—. ¡Sois unas brujas!

—¿Nos ha llamado brujas, Kim?

—Nos ha llamado brujas.

A la baronesa se le escapó la copa de la mano... pero consiguió atraparla en su falda. Joshua palideció. Les tenía un cariño especial a aquellas copas, que sólo ordenaba sacar para visitas muy especiales. Pero las dos arpías que lo acompañaban serían capaces de todo con tal de convencerlo de que asistiera a la condenada fiesta. ¡Con la cantidad de cosas que le quedaban por hacer desde que le encomendaron la investigación de los crímenes!

—Está bien. Vale, vale, vale, déjala con cuidado Tat, preciosa, y veremos qué se puede hacer. ¡¡Señora Wilson!! —llamó a voces a su ama de llaves. La mujer asomó la cabeza por la puerta—. Llévese todo esto, por favor. Y ponga a buen recaudo esta cristalería para utilizarla sólo con según qué visitas —añadió, echando una mirada crítica a las dos damas.

—Recuerde que en el saloncito verde le espera lady Sterling —le avisó ella—. Y acaba de llegar una señorita solicitando verlo.

—Lady Sterling, sí. —Se le agrió el gesto. Le tenía verdadera animadversión a esa empalagosa mujer, pero no le había quedado más remedio que aceptar revisar ciertos documentos de su difunto esposo y había prometido atenderla esa tarde—. Enseguida estoy con ella. Y a esa otra señorita, dígale que no recibo hoy, que vuelva en otro momento o hable con mi secretario.

—A él la he dirigido, milord, pero insiste en verlo. Dice que es importante.

—Vamos, Joshua —lo animó Kim—. Atiende a la cacatúa de Margaret y a esa muchacha. Nosotras no tenemos prisa, podemos esperar.

—Eso, eso, atiende tus asuntos —la secundó Tatiana, ahora de pie, pasando un dedo por el borde de un jarrón de extraordinario valor, de la dinastía Ming.

—¿Pretendéis sacarme de mis casillas? —Rowling la señaló con un dedo y ella, modosa, retiró la mano.

—¿Temes que en tu ausencia vayamos a romper algo?

Joshua bufó. Parecía una mosquita muerta. Ambas lo parecían. Podrían engañar a cualquier otro hombre, pero no a él; las conocía desde hacía tiempo, sabía de sus ironías, su tenacidad y de cómo se las gastaban. Kimberly había viajado desde Estados Unidos para vengar la muerte de su hermano Adam y a punto había estado de acabar con el conde de Braystone cuando las sospechas lo apuntaban a él. Por fortuna, se habían enamorado y ahora estaban felizmente casados. Respecto a Tatiana, de agallas similares a las de la americana, había renunciado a un reino por amor al segundo de los Gresham, Darel. Ni más ni menos. ¡Como para contrariarlas!

—Iré a esa puñetera fiesta —se rindió—. Y hasta me disfrazaré de Cupido si es vuestro deseo. ¿Quién es esa señorita, señora Wilson?

—Dice llamarse Thara Moon, milord.

—¿No te dije que sería fácil convencerlo, Kim?

—Eso te lo dije yo a ti, querida.

—No la conozco de nada. Por favor, dígale que vuelva mañana. Vosotras dos... ya tenéis lo que queréis. Podéis iros.

—No seas desagradable, Jos. Celebremos que hayas entrado en razón.

—Tenemos que contarte de qué irán disfrazados Christopher y Darel.

—¡Como si los tres nos presentamos vestidos de becerros! Habéis conseguido vuestro propósito, ¿no? Así pues, a la calle.

Volvió a entrar el ama de llaves con cara de contrariedad y murmuró:

—La señorita insiste en verlo, milord. Dice que... Bueno, dice que es la... —carraspeó mirando a Kim y a Tat— la prometida de lord Salsbury.

La condesa abrió la boca y la volvió a cerrar sin decir una palabra. La baronesa se dejó caer en el sofá, tan muda como su cuñada, intercambiándose mensajes de incredulidad con los ojos.

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