viernes, 16 de agosto de 2019

Artículo: las pelucas

─Si queremos divertirnos hemos de hacerlo bien, tú tienes un color de cabello que Jason reconocería de inmediato y yo, ni te cuento. Además, no te incomodará la que vamos a comprar. Gold Wigs es la mejor tienda confeccionando pelucas para mujeres y ni siquiera aumenta el precio por empolvarlas, como hacen otros. La dueña es una galesa, la señora Rice, y su negocio funciona desde hace años en competencia con Ede & Ravenscroft, lugar vedado a nosotras, pobres mujeres, donde solo pueden entrar los caballeros.

Es parte de un diálogo de mi novela «Ódiame de día, ámame de noche».

La tienda Gold Wigs la inventé para que la protagonista se acercara a comprar una peluca. Sin embargo, sí existió Ede & Ravenscroft y, según se dice, es posible que sea la firma de sastres con más antigüedad. Se fundó en el año 1689 y era una tienda exclusiva para caballeros.

Tal vez os estéis preguntando qué era eso de cobrar un suplemento por empolvar las pelucas. Pues sí, la mayoría de las tiendas que vendían este producto, cobraban si el usuario solicitaba que se empolvaran. Pero antes de llegar a eso, démonos un paseíto por la Historia, si os parece, y sepamos de dónde viene la costumbre de utilizar pelucas.

Los egipcios eran especialistas en confeccionarlas con cabello natural, fijando los mechones con cera a una redecilla, aunque no fueron los únicos, pues asirios y fenicios también las utilizaron, y aún podemos ver algunas de ellas en los museos. Los romanos pusieron de moda pelucas rubias que, según se cuenta, mandaban hacer con el cabello de los germanos a quienes conquistaban. Sin embargo, la Iglesia entendía que este complemento era signo de licencia y, una vez más, no solo las prohibieron, sino que amenazaron a los cristianos con excomulgarlos si las utilizaban. Cosas de ese tiempo, que provocó que cayeran en desuso.

El XVI recuperó la moda de ponerse peluca. Pero no solo fue por presumir, sino por pura necesidad, por cubrir la calvicie, como le sucedió a Isabel I. En alguna película, habréis visto que la reina de Inglaterra aparece con una peluca roja y es que fue haciéndose con una buena colección de ellas porque, con los años, iba perdiendo su pelo. Todas sabemos que, en esa época, las condiciones de higiene no eran las mejores, los piojos andaban como Pedro por su casa, como suele decirse, y un modo de evitar tan molestos habitantes era llevar el cabello corto y ponerse una peluca.

No todos tenían dinero para adquirir una de cabello natural, claro, de modo que los fabricantes se buscaron la forma de hacerlas más económicas. De ahí que pudiesen encontrarse pelucas hechas con crines de caballo o pelo de cabra. 

¿Quién no recuerda haber visto alguna imagen de Luis XIII de Francia luciendo una exageradísima peluca repleta de tirabuzones? En ese tiempo, la gente importante no se limitaba a cubrirse la cabeza, se ponían auténticas barbaridades que les llegaban hasta los hombros y pesaban lo suyo. A veces, las de las mujeres eran tan aparatosas, que les era imposible viajar cómodas en un carruaje porque daban en el techo, así que iban encorvadas. ¡Menuda tortícolis, por favor! Pero ya sabéis eso de que sarna con gusto, no pica, así que se aguantaban con tal de tener prestigio social.

A pesar de eso, de que casi era obligado lucir una buena peluca, pocas veces he leído una novela romántica en la que el protagonista la utilice. ¿Por qué? Yo no veo a los míos con ese trasto en la cabeza, la verdad, se me iría el romanticismo al garete.

Fueron también un complemento para flirtear o seducir, aunque os parezca mentira. Si es que podía una enamorar a un hombre con un artilugio en la cabeza, lleno de varillas, telas, joyas, plumas y hasta piezas de fruta o pequeños animalejos. Solo tenéis que buscar algunas de las que confeccionaron en la época de para María Antonieta.

La moda de empolvarlas de blanco parece que surgió en el XVIII. No todas las damas gustaban de utilizarlas de ese color, algunas elegían tonos rosas y hasta plateados, y no pocas las adornaban con polvos de brillo. Y como casi siempre que surge algo nuevo, que todo el mundo desea tener, aparece el impuesto por parte de los gobiernos. En Inglaterra, William Pitt vio el modo de sacar un dinero para las arcas y se inventó uno: el que quisiera empolvarse la peluca, tenía que pagar una tasa. ¿Qué consiguió? Pues que los ilustres ciudadanos acabasen por empolvar las suyas en casa y con harina o cal. Como lo oís.

En la actualidad, solo los letrados ingleses siguen usando pelucas para acudir a los tribunales de justicia.

Para acabar este artículo, que espero no se os haya hecho muy largo, os dejo unas cuantas curiosidades encontradas por internet:

  • Hubo una sublevación en la Ópera de París porque los cabezones de las damas impedían ver el escenario, y hubieron de redactar un edicto por el que las mujeres que llevaran las estrafalarias pelucas, se sentaran en la última fila.
  • Antoine de Sartine, un hombre poderoso en Francia durante el XVIII, jefe de la Policía, consiguió juntarse nada menos que con 80 pelucas, y las usaba todas.
  • Beethoven montó un escándalo al presentarse en el estreno de su Novela sinfonía, sin pelucas y con el cabello revuelto.

Gracias a todas por leerme.







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