viernes, 31 de mayo de 2019

Lee un poquito de Reinar en tu corazón



REINAR EN TU CORAZÓN 


Él sacó de su bolsa algunos utensilios de aseo, que dejó sobre la cómoda, así como una de las camisas limpias que llevaba, pulcramente dobladas, y que colgó de los pies de la cama. Tatiana no contaba con aquello. Frunció el cejo y preguntó: 

—¿Qué se supone que está haciendo, milord? 

—¿Qué crees tú? —respondió él, mirándola por encima del hombro—. Tenemos una cita y quiero asearme un poco. Deberías hacer otro tanto, ¿no? 

—Pero... —Se le atragantó la saliva en la garganta ante tal perspectiva, por lo que no vaciló en reprocharle—: ¡Usted no puede quedarse aquí! 

—¿Quién lo dice? 

—El pudor más elemental, señor mío. —Se le encaró con los brazos en jarras. 

—Acabásemos. Volvemos a las andadas. 

—¿A las andadas? 

—A hacerte la estrecha y todo eso. —Se quitó la chaqueta, la corbata y el chaleco, sacándose luego la camisa por encima de la cabeza. 

El rubor cubrió el rostro de Tatiana a la vista de su torso moreno y le dio de inmediato la espalda, a pesar de lo cual no pudo evitar retener en sus retinas la imagen de su espléndida figura. 

—Le ruego, milord, que busque otro cuarto para mí. 

—No queda más que éste, ya lo has oído. Te guste o no, tendremos que compartirlo. ¡Vamos, Tatiana! Deja de comportarte como una puritana escandalizada, no va contigo. Nadie va a forzarte, tómatelo con calma. Para tu tranquilidad, tú ocuparás la cama... a solas. Yo me conformaré con una manta en el suelo. 

Ella se volvió, espoleada por el descortés comentario, presta a soltarle cuatro frescas. No tuvo ocasión de ello, porque unos golpes en la puerta dieron paso a una muchacha con una jofaina en una mano y un par de toallas en la otra. Sin una palabra, lo dejó todo a los pies del palanganero, les hizo una reverencia y desapareció. 

Tatiana estaba desconcertada. Si hubiera tenido a su alcance un objeto con que golpearle la cabeza, lo habría hecho. Se le fue la vista al crucifijo, pero abandonó la idea de inmediato; aquel bárbaro no merecía que cometiese un acto sacrílego. Cuadró los hombros, cogió su bolsa de viaje y se dirigió hacia la salida. No debía seguir allí, era inadmisible que compartieran habitación. Winter estaba equivocado si pensaba que iba a consentirlo. 

—¿Adónde crees que vas? 

—Me voy con Lynton. 

—Te aseguro que en el almacén estarás mucho menos segura que aquí. 

—Me arriesgaré —contestó, empecinada, tratando de abrir la puerta. 

No llegó a hacerlo. Se lo impidió el brazo de él, que pasó junto a su cabeza cerrando de golpe. La cogió luego del hombro, haciéndola girar como una peonza, para encontrarse casi pegada a su pecho desnudo. De inmediato, Tatiana colocó la bolsa entre ambos, aun consciente de la fragilidad de la barrera y de lo pueril de esa actitud. Estaba asustada, muy asustada. Porque se daba cuenta de que, a poco que él se lo propusiera, no se resistiría a la atracción que exudaba aquel hombre. Le costaba un triunfo apartar la vista de su cuerpo, delgado y fibroso, que, en realidad, estaba deseando acariciar. No quería saber nada de dignidad femenina, quería olvidarse de todo y echarse en sus brazos, como ya lo había hecho antes. El nudo que tenía en el estómago le subió a la garganta, pero se irguió retadora; por nada del mundo iba a darle el placer de que se burlara de su flaqueza. 

—Cámbiate de vestido y arréglate el pelo, no tenemos tiempo para estupideces. 

—No pienso dormir en este cuarto. 

—Pues yo no pienso dejar que duermas en cualquier parte. 

—Entonces, búsquese otro para usted. 

—Tampoco tengo intenciones de hacer tal cosa. Por si no te has enterado, no queda ni un pajar libre en toda la maldita ciudad. Así están las cosas. 

—Esto es un chantaje indecente. 

—¡No me fastidies!

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