miércoles, 20 de marzo de 2019

Un trocito de Noches de Karnak

Os comparto un trocito de NOCHES DE KARNAK


Y ahora se encontraba allí. En el Valle. Sola. Obsesionada con la tumba, entre sus claros y sombras, iluminada por el único halógeno que había encendido. Esperando. ¿Esperando qué? Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Y volvió a preguntarse qué demonios estaba haciendo. El siseo, como el bufido de un felino, la puso en guardia en el acto. Ya alerta, advirtió la neblina que escapaba del muro del fondo, donde aparecían las inscripciones del Libro de los Muertos. Se acercó. Se frotó los ojos con fuerza, pensando que estaba soñando de nuevo, pero la neblina era cada vez más densa y comenzaba a inundar la sala. Con el corazón bombeándole como un tambor, acercó la mano al muro, detectando al tacto unas fisuras en la pared que antes les habían pasado inadvertidas. Las siguió con las yemas de los dedos, mientras se cubría la nariz, hasta darse cuenta de que aquello semejaba una puerta. Retrocedió. Sólo dos pasos. Ni uno más. La embargó una pérdida de control que la impulsaba a acercarse más a la pared. Una fuerza que provenía del Ojo Azul. La cadena de la que pendía se elevó por sí sola, tirando de ella hacia el muro. Esther dejó escapar el aire de los pulmones. Un hilillo de humo azul empezó a salir del anillo para mezclarse con la neblina del ambiente y sus piernas flaquearon. A punto de perder el conocimiento, con la absoluta seguridad de que su mente disparataba, cayó de rodillas y retrocedió cuanto pudo, arrastrándose sobre el polvoriento suelo, víctima de una angustia irrefrenable y una opresión agobiante que le impedía respirar. 

«¡Es gas!», pensó en buena lógica. «Gas letal que me está asfixiando y me hace ver espejismos. Vas a morir dentro de una tumba egipcia», clamaba su propio terror. 

De un tirón, se arrancó el Ojo Azul, lanzándolo lejos. Pero la terrorífica ilusión de encontrarse otra vez miles de años atrás empezaba a cobrar forma. Aquel anillo tenía el poder de hacerle ver el pasado. La joya rodó y fue a chocar contra el muro donde la neblina, cada vez más espesa, le impedía ver que se estaba desplazando. Esther rezó para que la pavorosa ilusión desapareciera, como pasó la vez anterior al soltar la joya. Pero ahora no funcionaba. Reptó hasta la entrada de la cámara, a cuatro patas, sus ojos irritados por el humo y el pecho a punto de estallar. Tosió, presintiendo que vomitaría los pulmones en trocitos minúsculos. ¡Tenía que salir de allí! Unos metros más y estaría fuera. Sólo unos metros más... 

Necesitaba aire puro. Al alcanzar el hueco de la salida, la horrible sensación de ahogo fue desapareciendo. Con medio cuerpo fuera de la sala mortuoria, comenzó a aspirar grandes bocanadas del aire viciado de la galería exterior, hasta que su mente volvió a pensar con claridad y se encontró con fuerzas para recostarse. Afortunadamente así se encontraba, sentada en el suelo, a escasos metros de la escalera metálica que descendía de la montaña, cuando se volvió para mirar al interior. De haber estado de pie, hubiera caído como un fardo y se habría roto la crisma. 

El hombre estaba parado junto al sarcófago de Seneptha. Inmóvil. Y era alto. Un collar y una gruesa cadena colgaban de su cuello. Tenía el cabello negro, brillante, largo hasta los hombros. Unos hombros anchísimos. Los brazos, en uno de los cuales relucía un brazalete, descansaban cruzados sobre su amplio y poderoso pecho, como tentáculos vigorosos. Vientre plano, caderas estrechas, piernas largas. Era el cuerpo de un atleta, de alguien que había hecho de la lucha o el ejercicio una constante en su vida. 

Magnífico. 

Increíble y principesco. 

Todo en él parecía haber sido esculpido en bronce, oscuro y pulido.

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