viernes, 21 de agosto de 2009

CRONICÓN DE OÑA - Representación medieval.


Acabo de regresar del pasado.
Vimos un cartel publicitario, en rojo llamativo, del Cronicón de Oña y decidimos hacer una escapada a tierras castellanas, a la comarca de la Bureba, a unos 60 kilómetros al norte de Burgos. Reservamos entradas, habitaciones rurales y nos fuimos para allá, resueltos a pasar, simplemente, un fin de semana relajado y entretenernos con un espectáculo más.
Pero viajé a la época medieval y aún estoy confusa, porque me parece una quimera. Nunca esperé encontrarme semejante milagro que no sólo me maravilló, sino que consiguió emocionarme.

El Monasterio de San Salvador de Oña, fue declarado en 1931 como Bien de Interés Nacional. Y es en su iglesia, un edificio tardogótico, -aunque podemos apreciar columnas románicas de capiteles con bestias fantásticas y una espectacular bóveda estrellada de ocho puntas- en el altar mayor, presidido por un precioso retablo barroco donde, desde hace veintidós años, se lleva a cabo la representación de esta brillante y magnífica obra, dotando de vida a una extraordinaria sillería del siglo XV y donde se nos personan desde sus tumbas los condes Sancho García y su esposa Urraca, García Sánchez y los reyes Sancho el Mayor de Navarra y su esposa Doña Mayor y Sancho II de Castilla.


Pero no son solamente estas reliquias las que asombran al visitante, sino la unión de todo un pueblo, de casi doscientas personas que día a día se superan, se comprometen, anteponen sus intereses y ceden su tiempo libre para dar forma a un sueño, haciéndonos partícipes de su gloriosa e insigne Historia.

Ante una silla de madera plegable e incómoda, tuerces el gesto. Tratas de acomodarte lo mejor posible y rezas para que tus posaderas o acaso tu espalda o riñones no te demanden fármacos al día siguiente.

Y es en ese preciso instante cuando las luces del templo se apagan y el fragmento más exquisito de Carmina Burana, del alemán Carl Orff, inunda el espacio. La espectacular iluminación y el sonido, inmejorable, te quitan el resuello. El retablo cambiaba a mil los colores, las sombras juegan al escondite con los focos azules, amarillos, rojos y blancos... La música te envuelve.
Y se te eriza el vello de la nuca.

Entonces, como por ensalmo, abandonas el siglo XXI para transportarte en el tiempo, adentrarte en la Historia de Castilla: el germen de una nación a través de la pericia del conde Sancho García, las luchas por el poder, la religiosidad de los personajes, la espiritualidad del abad San Iñigo. Y conmoverte con el valor de Rodrigo Díaz de Vivar jurando no servir a quien tenga las manos manchadas con la sangre de su Señor.

Los actores y sus personajes, gentes del lugar, ninguno profesional –me descubro ante ellos por su óptimo y hermoso trabajo y ante Joaquín Hinojosa, por su excelente puesta en escena -, se suceden en el altar mayor, atraviesan la iglesia desde la entrada, cruzan entre un público maravillado y expectante portando armas, estandartes y hasta un féretro enlutado. Reyes, condes, princesas, obispos, danzarinas sarracenas…

El vestuario es digno de mención y la sobriedad con que los intérpretes representan su papel, arranca aplausos espontáneos una y otra vez.

¡Has viajado al siglo XI y sigues en él!
Te has olvidado de la silla y no te duele nada y sólo lamentas que no te cuenten más de nuestro pasado.

Sirvan estas pocas palabras como homenaje no sólo a los que escenificaron la sangre de nuestras raíces, sino también a la población de Oña en pleno, que me hicieron soñar durante dos horas.


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