lunes, 22 de junio de 2020

Artículo: La cama

En este artículo vamos a hablar un poquito sobre la cama.

Si la persona era del pueblo, leemos que se acostaba en un catre; si era de la nobleza, en una cama con colchón mullido y edredones bordados. Pues ni lo uno ni lo otro, el lugar en el que acaban amándose nuestros protagonistas tiene su historia, dependiendo de la época. Y bastante curiosa, además. ¿Nos damos una vuelta por tiempos pasados? 

Asirios y egipcios se acostaban en un bastidor rectangular, uno de cuyos extremos era algo parecido a un cabecero, y apoyado sobre unas patas. En las casas del pueblo llano eran sencillos, normalmente de madera; sin embargo, los más acaudalados poseían muebles que eran auténticas joyas de patas en forma de pezuñas de animales, adornados incluso con piedras preciosas o recubiertos de oro. 

Los persas, algo más presumidos, se hicieron camas con baldaquinos que recubrían con telas costosas y bordadas, e incrustaban en la madera incluso perlas. No había nada que no se pudiera añadir al lecho con tal de que quedara ostentoso. Pero los tapices con que los cubrían no eran solo para presumir, sino para guardar el calor. Y si hablamos de los romanos, pues hasta utilizaron madera de ébano y rellenaron sus colchones con plumas, relegando al olvido los sacos de burda paja. 

Más o menos por el siglo VII las camas se compartían como si de un sofá se tratara. ¿Que llegaba un invitado y se quería quedar bien con él? Pues se le invitaba a dormir en la cama del dueño de la casa. No, no, el dueño no se iba a otra. Y su mujer, tampoco. Todos juntos en buena compañía, incluso con la de los canes. En aquellas camas, de grandes dimensiones algunas veces, cabía todo hijo de vecino y no era extraño que la familia al completo se acostase en una de ellas. 

Llegados a la Edad Media, en la el mundo retrocedió en muchos aspectos, era normal que la soldadesca echara una simple manta en el suelo, junto a las chimeneas. Los señores feudales, en todo caso, usaban almohadones de pluma y se cubrían con pieles de animales. Nada que ver con la pompa de siglos atrás, aunque no faltaron ejemplares con patas torneadas. Pero no fue hasta el siglo XIII cuando volvieron las ornamentaciones y las pinturas en los lechos de los pudientes. También en estos tiempos solían acostarse los miembros de una familia en una sola cama que, a veces, era ocupada también por los criados. En las posadas donde pernoctaban los peregrinos, se compartían las camas con otras dos o tres personas, así que ya os podéis hacer una idea de lo que era aquello, dada la poca higiene de la época. Y si, a media noche, se iba uno de los clientes, ocupaba otro su lugar. Es que no me da la imaginación, por mucho que fuera para estar calentitos en invierno, la verdad. Sobre todo, porque, según he leído, acostumbraban a acostarse desnudos… aunque con un gorro para mantener la cabeza caliente. A la Iglesia no le agradaba este tipo de aglomeraciones, como es lógico, y acabó por prohibirlas. 

He sabido que lo de las «camas nido» no es nada nuevo. Algunas camas de nobles tenían un jergón debajo de ella, que sacaban por la noche para que se acostara en él un sirviente de confianza y velara su sueño. 

Podríamos pasarnos horas hablando de este tema, pero no quiero aburrir. Y tampoco quitaros la ensoñación de esos lechos con doseles, elegantes edredones, finas sábanas y mullidos almohadones donde descansan nuestras heroínas.




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