miércoles, 27 de marzo de 2019

Un trocito de Amaneceres cautivos

Comparto con vosotros un trocito de AMANECERES CAUTIVOS 


Cuando aspiró el olor acre de la calle trasera y la lluvia le salpicó con fuerza, el recuerdo de Marina y Elena en aquella casa volvió a su cabeza y su humor se agrió. Habría sido capaz de matar a alguien en ese momento. Se encasquetó el sombrero, se cubrió con la capa cuanto pudo y echó a andar. Las voces de los borrachos que habían decidido aquella noche llevar a cabo una caza de brujas se escucharon próximas; en cualquier momento podían aparecer doblando una de las dos esquinas. 

Aquellas batidas se venían repitiendo desde hacía meses. Por supuesto, no eran ordenadas por los alguaciles, pero los grupos de borrachos le habían tomado gusto a entrar en las casas aduciendo la búsqueda de quienes apoyaban a los realistas. Su único fin era divertirse, robar algún objeto y crear el pánico. Las autoridades no daban mayor importancia a aquellas escaramuzas y los comuneros pensaban que si pescaban a algún seguidor del cardenal tanto mejor, de modo que no habían sido perseguidas. Les venía bien hacer la vista gorda. Por otro lado, las batidas se hacían siempre en las casas de los cristianos nuevos quienes, por miedo a mayores represalias, guardaban silencio y no denunciaban los abusos. Más de un hombre había sido tajado por enfrentarse a ellos o ser encontrado donde ─según los asaltantes─ no debería estar. 

Ni pensar en lo que podía pasar a dos mujeres vestidas de hombre. 

Caminó hacia la izquierda y cruzó bajo una antorcha protegida bajo los soportales. Una figura embozada en una capa oscura y cubierta con sombrero de ala ancha se le interpuso, saliendo de detrás de una columna. Carlos frenó en seco, echó su capa hacia atrás y el acero hizo un ruido sordo al salir de la funda. 

─¿Estáis bien? 

El aire se le atascó en los pulmones al escuchar aquella voz. Regresó el arma a su funda, dio dos zancadas y agarró a Marina por los hombros arrastrándola hacia el soportal del que había salido y donde, sin lugar a dudas, había estado oculta durante todo aquel tiempo. Sus dedos se convirtieron en garfios y la zarandeó de tal modo que el sombrero se le cayó descubriendo los ojos más gloriosos que él hubiese visto jamás. 

─¡Juro por Dios que os voy a poner sobre mis rodillas y propinaros tantos azotes que no seréis capaz de sentaros en un mes! 

Marina le dio un par de cachetes en los brazos para soltarse y se inclinó a recoger el sombrero, con lo que la capa se ladeó. La vista de su trasero enfundado en los calzones hizo gemir al conde. Mientras volvía a colocarse el sombrero, ocultando su cabello, le miró irritada. 

─¿Qué demonios os pasa? 

─¿Que qué me pasa? –graznó el conde─ Tengo empapados hasta los calzoncillos, señora mía –Marina dio gracias a que la penumbra no dejase ver su sonrojo─, estoy cansado, acabo de jugarme el bigote y, por si fuera poco, os encuentro en plena noche, sola, sin protección y vestida de hombre. ¿Qué sois, Marina?¿Una temeraria o una idiota? 

Ella le miró a los ojos. Brillaban como los de un gato bajo la mortecina luz de la antorcha, verdes y seductores. No dio importancia al enfado del conde ni a la clara advertencia de aquellas pupilas que parecían prometer, de veras, una tunda. Era una mujer libre y podía ir donde le viniera en gana. 

─Olvidaré vuestro insulto, señor. 

─Yo os juro que no olvidaré la azotaina –gruñó él─. Ni la que le voy a dar a Bernardo por dejaros aquí sola. 

─¡Sois insufrible! No he corrido ningún riesgo, estaba bien oculta y la patrulla no ha pasado por esta calle. En cuanto a Bernardo, no ha tenido otra opción. 

─No –gimió él─. Supongo que no. 

─Desconocéis la casa donde estamos, imagino que necesitaréis un sitio donde secaros y dormir, las puertas de la ciudad ya han sido cerradas y, además, hay que recuperar vuestro caballo y el de vuestro criado. Francamente, vos me importáis un comino, pero una buena montura no se debe dejar abandonada ¿Os parecen suficientes razones para haberos esperado? 

Carlos hubiese querido rodear el cuello de ella y apretar. ¿Razones? Jamás había escuchado argumentos tan absurdos para explicar su permanencia en aquel lugar. Sin embargo, al mirar los ojos de ella, su indumentaria –tan empapada como la de él mismo─, las gotitas de lluvia que se alojaban sobre sus largas pestañas, sobre su respingona nariz, sobre su labio inferior, le provocaron un nuevo tirón en los riñones. 

Dulzura y resolución, inocencia y temperamento, candor y fogosidad. Marina era una mezcla explosiva de todo eso. 

─Imaginar que estabais preocupada por mi seguridad, resultará sin duda una necedad, ¿verdad? Realmente, señora, que vuestra inquietud recaiga sobre un jamelgo no es para levantar mi autoestima. 

─Creo que ya tenéis demasiada –gruño ella, provocando la sonrisa del conde.

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