domingo, 26 de marzo de 2017

Lee La página rasgada

Corría el año 1905 y Emilia se había convertido en una muchacha alegre y dispuesta que, a sus trece años, ayudaba a su madre en la costura y se encargaba del aseo de la casa y de preparar la comida. Había conseguido aprender las cuatro letras gracias a sus hermanos. Poca cosa, pero lo suficiente como para saber leer y escribir aunque con innumerables faltas ortográficas. En ese tiempo, una privilegiada, si se tenía en cuenta que el analfabetismo pululaba por doquier, sin demasiada diferencia entre clases sociales o zonas geográficas, una lacra que no distinguía a ricos o pobres.

Sus hermanos se habían convertido en unos hombres, tenían trabajo y ayudaban también en casa, así que las cosas parecían irse arreglando poco a poco. A Emilia no parecía importarle vivir en aquel ambiente sórdido de paredes desnudas y camastros de lana apelmazada, mantas picadas por la polilla y sábanas recosidas una vez y otra, que ni para trapos servían ya, de pobreza incrustada bajo las uñas y la piel, de chinches, de patios comunitarios donde eran frecuentes las trifulcas o un vecino le sobaba la cara a otro hasta el punto que, en alguna ocasión, debió personarse la Guardia Civil para poner orden. Donde los retretes, también comunales y mugrientos, eran nidos de piojos, cucarachas y garrapatas.

No había conocido otra cosa y ése era su mundo.

Emilia era una mocita alegre, presta a expresar su humor cantando, a la que gustaba divertirse cuando sus deberes se lo permitían, recogido el cabello en la nuca, tirante y lustroso de brillantina, muy negro en aquel entonces, que llevaba ya zapatos de medio tacón y una sonrisa descarada en la boca con la que incitaba a los hombres, a los que miraba como si les perdonase la vida. La típica chulapona de barrio madrileño vestida de crespón y presumiendo de pericón de brillante colorido. Una muchacha a la que le encantaba subir a los tranvías casi en marcha, reír con los conductores, los aguadores, los serenos y tenía una palabra amable para con los barquilleros que, alguna vez, se lo agradecían obsequiándole con una golosina. Tardes enteras pasaba desbrozando sonrisas por la pradera en la que se montaba la verbena de San Isidro, flirteando con cualquier joven, gastando bromas, para acabar en El Retiro cortando lilas, tomando chocolate en Casa de Vacas o montando en barca, si la invitaban. Cuando había algunos céntimos de más, acudía a tomarse un refresco en el Café Gijón donde, con suerte, alguien la dejaba leer El Heraldo de Madrid, de ideología liberal, cuyos artículos relataba luego a su madre. Cuando no había dinero, la mayoría de las veces, se conformaba con hacer silbatos con huesos de albaricoque o acericos con papel de periódico para clavar en él sus escasos alfileres de colores. O, simplemente, colgarse en las orejas cerezas de doble rabo a modo de pendientes. Se ilusionaba deambulando por una ciudad viva y bullente, mirando los coches de caballos. Por un Madrid de pintores clásicos, escritores de barba y bigote, arrabales, tascas con olor a rancio, urinarios públicos donde se daba rienda suelta a vicios reprobables que la policía reprimía cebándose en los homosexuales —maricones sin más por aquel entonces—, y cafés atestados con el humo de los puros confeccionados por las cigarreras —mujeres de armas tomar que hacían frente al primero que se les ponía por delante—. Por un Madrid que crecía de día en día, donde las transformaciones urbanas iban dejando de lado los viejos barrios y las rancias edificaciones para dar paso a las primeras moles de piedra de entidades financieras.

—Emilia, trae agua.

—Voy, madre.

Esa frase se repetía con demasiada frecuencia. Emilia no entendía para qué necesitaba su madre tantos cubos de agua, pero callaba y salía al patio, a la fuente, cargada con el cubo a la cadera y tarareando alguna cancioncilla.

No hay comentarios: