jueves, 11 de abril de 2019

Un pedacito de Destinos cautivos

¿Has leído Destinos cautivos? Aquí te dejo un trocito para que, si no lo has hecho, te animes a hacerlo.


DESTINOS CAUTIVOS 

Ronroneó satisfecha al contacto de las manos masculinas sobre sus hombros, y la suave fragancia inundó sus fosas nasales. Le dejó hacer, aunque se mantuvo rígida. 

—Relájate, cariño, relájate. 

¡Sería necio! ¿Qué mujer podría hacerlo en sus circunstancias, con las manos deseadas sobre ella? Sin duda, se burlaba. Aun así, puso todo su empeño en aflojar sus tensos músculos, olvidándose de que era él quién la tocaba, desechando de su mente su propia imagen tumbada sobre la camilla y Diego a su lado, apenas cubierto, extendiendo el aceite balsámico sobre sus hombros, sobre su espalda, hasta casi el inicio de las nalgas. Bajando delicadamente la toalla para tener un mejor acceso a la zona lumbar... No, no era sencillo relajarse cuando lo que más deseaba era volverse, quitarle la maldita toalla y envolverlo en sus brazos. 

Resistió la tentación con todas sus fuerzas con la creencia de que no conseguiría tranquilizarse. Sin embargo, a medida que avanzaba el masaje, Elena comenzó a ser víctima de una flacidez maravillosa desplegándose por todo su cuerpo. 

De tanto en tanto, Diego se paraba para untarse las manos de aceite haciendo esfuerzos titánicos para que no le temblaran las manos. Ahora, desde los dedos de los pies, ascendiendo luego a lo largo de sus piernas, hasta las corvas, las friegas inducían a Elena a una placidez anestesiante, completamente entregada ya a la deliciosa sensación, y hasta comenzaba a amodorrarse. Se encontraba en el séptimo cielo cuando recibió una palmada en el trasero que la sorprendió y la devolvió a la realidad. 

—Arriba, perezosa. 

Ella se volvió para mirarlo, sujetando la tela contra su pecho, y se despejó en el acto. Diego le sonreía mientras se limpiaba las manos. ¡Dios, qué guapo era! Con el cabello húmedo y los ojos con una chispa brillante, retornaba a ella la imagen del pícaro muchacho de antaño, compañero suyo de travesuras. Y ella, altiva pero imbécil, se resistía a caer en sus brazos. ¿Qué tenía de malo si se le entregaba allí y ahora? Estaban casados y... Sí, estaban casados, ahí radicaba el problema. No porque ella hubiera accedido libremente, sino porque se lo habían impuesto. Se irritó con solo recordarlo. Se levantó, acercándose al baúl en el que él guardase sus ropas. Pero antes de abrirlo quiso poner la guinda al pastel que Diego había horneado y, con sorna, le preguntó: 

—¿Se supone que ahora debería yo complacerte de igual modo? 

La nuez masculina se convulsionó y los ojos de Diego se ensombrecieron. Imaginar por un segundo que ella pudiera agasajarle con un masaje lo dejó turbado. No apartó los ojos de los de Elena y su voz, al responder, sonó casi amenazante. 

—No, si quieres salir del hammam tan virgen como entraste.

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