jueves, 4 de abril de 2019

Un capítulo de La página rasgada

Si aún no has leído esta novela, te dejo aquí un trocito para ver si te animo a hacerlo:



LA PÁGINA RASGADA 

Fue una de esas tardes, entre viaje y viaje al centro del patio, cuando Emilia resbaló y se torció un tobillo. El intenso dolor arrancó lágrimas a la muchacha, que fue incapaz de incorporarse. A su alrededor se congregaron varias vecinas que acabaron avisando a su madre. Fue Ginés quien, solícito, la tomó en brazos para llevarla dentro y dejarla sobre la cama. Al accidente no se le dio mayor importancia y las vecinas recomendaron a Isabel mil y un remedios para bajarle la inflamación y el dolor. —Compresas de agua fría —decía doña Evarista, que vivía al final de la escalera, una zaragozana gruesa como un tonel, de rostro surcado por venillas rojizas que delataban su pasión por la bebida. —¡No diga tonterías, por Dios! —protestaba doña Angustias, a quien se consideraba una autoridad en remedios caseros, vaya usted a saber por qué si apenas daba para leer un prospecto a trompicones—. Lo que hay que poner es un emplasto de vinagre. —En todo caso, vinagre frío, ¿no? Y si no hay vinagre, pues vino. 

—Usted sería capaz de recetar vino incluso para resucitar a Nuestro Señor Jesucristo, doña Evarista. 

—Pues mire usted: a lo mejor así lo hubiera hecho antes del tercer día. 

—¡Qué barbaridad! —exclamaba la otra, persignándose. 

Era el clásico choque de dos mujeres que servían de comodilla a la vecindad. Una, atea declarada; la otra, santurrona de misa diaria. Aunque en el fondo, dos seres próximos, bien dispuestos al auxilio comunal que no dudaban en prestarse patatas o cebollas. 

Entonces, los vecindarios no eran colmenas donde la gente vive sin conocer siquiera al de la puerta de al lado y a lo más que se llega es a dar los buenos días por la escalera o en el ascensor, por eso de la buena educación. En ese tiempo los vecinos hablaban, se prestaban utensilios, se contaban sus cosas, se ofrecían para reparar los desperfectos en casa ajena, según su profesión. Se ayudaban. Las mujeres solían sentarse a coser en los patios o en la puerta de las casas donde vigilaban a los chiquillos y, de tanto en cuanto, veían pasar algún automóvil. Los hombres se encontraban en la taberna de la esquina para discutir de fútbol, de la Casa Real, de la República, que tenía que llegar porque España estaba de vergüenza; de la última faena de toros, o de la actriz de moda, un auténtico jamón, con permiso de la prójima. 

—¿Y qué me decís de la leche? —metía baza entre asta y asta don Benito, que era cerrajero y según decían había conseguido abrir la caja de un banco cuando era joven, por lo que le cayeron seis años de penal—. El artículo del ABC lo deja muy clarito: nos quieren envenenar. 

—¿Te refieres al artículo de Sánchez Pastor? —preguntaba el padre de Ginés, el enamorado de la abuela—. Me lo han leído en Casa Valiña, ya sabéis, la botillería de la calle Mayor. Yo creo que es una exageración. 

—De exageración nada. 

—Si tú lo dices... 

—Ese tío no tiene pelos en la lengua, dice lo que piensa y lleva más razón que un santo. Lecheros, carniceros y tenderos de comestibles se están poniendo las botas vendiendo género averiado, como dice él, y aquí no se mueve ni la puta de bastos. 

—¡Alto ahí! —clamaba entonces don Cosme—. Benito, por mí puedes poner en el ojo del huracán a los lecheros y a los carniceros, pero, ¡ojo!, que yo tengo una tienda. ¡Y no consiento que nadie dude de mí! 

—No me refería a ti, Cosme. 

—Por si acaso. 

—Mi mujer compra en tu tienda desde siempre y sabemos que eres honrado. Tanto, que sé de buena tinta que ni siquiera mezclas las judías de un año con otro. 

—¡Ni a las judías ni a la madre que me parió! 

Entonces se hacía notar don Pedro, que estuvo en la guerra de Cuba, para apaciguar los ánimos cambiando de tercio. 

—¿Os habéis enterado de que el fiscal que lleva el crimen de Gilbuena pide la pena de muerte? 

—A ése le colgaba yo de los huevos —no dudaba Cosme, cargado de razón. 

—¿Al fiscal? 

—No, hombre, no. Al asesino.

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