jueves, 18 de abril de 2019

¿Conoces la historia de Dargo?

Si no conoces aún la historia de Dargo, el protagonista de mi novela Lo que dure la eternidad, te invito a que leas este trocito y, si te animas, a continuar con todo el libro.



LO QUE DURE LA ETERNIDAD 


—No hace falta que alarméis a la buena de Miriam, mi señora. Me iré por donde he venido en cuanto dejéis de mirarme. 

—¿Que yo le miro? —gritó Cristina—. Y deje de hablarme como si estuviésemos en el siglo XVIII. 

—Lo siento si no me expreso bien. —Sus ojos destellaron con un amago de risa, y el corazón de Cristina dio un vuelco—. He intentado ponerme al día durante estos siglos, pero debo reconocer que esta forma de hablar, con tantas palabras malsonantes intercaladas en el vocabulario, me resulta difícil. 

—¿Durante estos siglos? —preguntó ella, parpadeando con rapidez—. Ya sé. Usted se ha escapado de un manicomio cercano. O es un maldito y desgraciado estúpido, hijo de perra, que me ha tomado por idiota y... 

—¿Veis a lo que me refiero, mi señora? De cada tres palabras, una subida de tono. —Hizo chascar la lengua varias veces. 

—¡Sólo faltaba que, además, intente enseñarme modales! 

—Sin lugar a dudas podría hacerlo. Por ejemplo, esos pantalones que lleváis son demasiado ceñidos. Os dejáis abierta la blusa de modo provocativo. Esas cosas apestosas que os ponéis en la boca y echan humo... 

—¡Suficiente! —se enfureció Cristina, señalando la puerta con una mano temblorosa—. ¡Salga ahora mismo de aquí! Mañana aclararé este asunto con la señora Kells. 

—Me encuentro muy cómodo en este cuarto —comentó Dargo, divertido por su enojo. Resultaba gratificante que, por fin, alguien le plantase cara sin miedo—. Antes era el mío. 

—Antes de que le internaran, supongo. ¡Fuera! 

Una sonrisa hermoseó el atractivo rostro del hombre, aunque ella no pudo apreciarlo. Él se le acercó lentamente y Cristina, a su pesar, se vio obligada a retroceder hacia el cuarto de baño. Aunque había salido de las sombras, Cris seguía sin ver su rostro con claridad, como si algo lo velase expresamente. Dargo se detuvo a tres metros, divertido, para evitar que ella se escabullera en el aseo, aterrada. 

—¿Me echaríais vos? 

La burla hizo erguirse a Cristina y, aunque su voz no sonó demasiado convencida, lo amenazó: 

—¡Por supuesto! Y le aseguro que soy capaz de atacarle donde más le duela. 

Dargo enarcó una ceja, sin entender. La miró intensamente por un instante. 

Aquella mirada ardiente la hizo desear que él siguiera avanzando y la tomase en sus brazos para luego bes... ¡Por Dios! ¿Qué estaba pensando? 

«Que te encantaría ser besada por este loco, mujer. Eso es lo que estás pensando», le pinchó su maldita conciencia de nuevo. 

—Sea como queréis. —Su voz ronca le hizo sentir un cosquilleo en la columna vertebral—. Os recomiendo que no digáis nada de esto a la señora Kells, ni a los demás. No sería acertado, creedme. El conde de Killmar os da las buenas noches —dijo, haciendo una reverencia que parecía copiada de una película de Errol Flynn. 

En ese mismo instante desapareció. Simplemente se evaporó. Se difuminó. ¡Puf! 

Cristina sintió que se mareaba, que todo le daba vueltas, que las paredes se le venían encima y que su corazón se paraba de golpe. Se desmayó por segunda vez en su vida. En esta ocasión, por fortuna, cayó sobre la mullida alfombra.

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