domingo, 5 de febrero de 2017

Lee Dime si fue un engaño

Pierre se echó hacia delante, apoyó los antebrazos en las rodillas y entrecerró los ojos.

—¿El vizconde de Basel?

—Exactamente.

—Oí hablar de él en Francia. Pero si nos referimos al mismo Villiers, por lo que sé desapareció hace mucho tiempo.

Phil asintió pero no abrió los ojos, porque si lo hacía, la habitación seguiría dando vueltas. Todavía no podía enfocar la vista con claridad y ya había hecho demasiado el ridículo.

—Desaparecí, sí. Porque me traicionaron. Era la única manera de salvar mi vida. Conseguí enrolarme en un barco bajo el nombre de François Boullant, llegué al Caribe y después me hice con una nave, una tripulación y me dediqué a la piratería —explicó—. Esa parte ya la conocéis. El vizconde de Basel dejó de existir para siempre.

—¿Por qué? ¿Quién te traicionó?

—Yo era agente del cardenal Mazarino... —Y comenzó a narrarles su historia, que le parecía que ya ni siquiera era la suya, sino la de alguien a quien había conocido hacía una eternidad, en otra vida—. Al morir su eminencia, Jean­Baptiste Colbert se hizo cargo de sus asuntos y yo, por deseo explícito del cardenal, me puse a sus órdenes.

—Se decía que disponías de una cuantiosa fortuna.

—No te equivocas.

—¿Qué falta te hacía entonces trabajar para el cardenal y luego para ese petimetre de Colbert? —Buena pregunta. Supongo que la juventud y el espíritu de aventura me hicieron emprender un camino equivocado.

—¿Qué sucedió?

—En aquel entonces, Colbert andaba tras los pasos del superintendente de Finanzas, Nicolas Fouquet. Quería hundirlo a toda costa. Comenzaron a correr rumores que lo acusaban de robar los impuestos de las arcas reales para engrosar su fortuna particular.

—Así fue, en efecto.

—Durante meses, se filtraron noticias sobre Fouquet, ninguna buena para él. Se presionó al rey y hasta se lo instó a que firmara su encarcelamiento. Pero Colbert no tenía pruebas definitivas y ahí entraba yo. Se me encargó husmear en el despacho de Fouquet durante una fiesta y buscar las que lo llevarían a prisión.

—¿Te descubrieron? ¿Fue eso lo que pasó? —preguntó Virginia.

—No. Sin ánimo de presumir, yo era bastante bueno en mi trabajo. Pero no saqué nada en claro del registro.

—¿Entonces?

—Me traicionaron. —Hundió los hombros, cabizbajo, sintiendo lástima de sí mismo—. Me enamoré de una muchacha, Chantal­Marie Boissier. Pero ella trabajaba a su vez para el bando contrario, para Nicolas Fouquet. Y el propio Colbert, el hombre que buscó mi colaboración, me puso la soga al cuello vendiéndome a esa zorra a cambio de la información que necesitaba y de una suculenta cantidad de dinero. Poco después, el superintendente cayó por fin en desgracia y Jean­Baptiste Colbert se hizo con su cargo.

—Pero si trabajabas para él... Si podrías haber conseguido las pruebas que él quería...

—Tenía prisa. Y me tomó ojeriza cuando me negué a servirle si no era con el consentimiento expreso de Mazarino. Encontró el modo y el momento adecuados para librarse de mí y conseguir lo que le hacía falta para encumbrarse.

Los tres permanecieron en silencio. Phillip rumiando sus recuerdos y Pierre sin saber qué decir, porque el hombre con el que había luchado codo con codo, el que le salvó la vida, con quien había compartido juergas y avatares, ahora resultaba ser nada menos que un aristócrata. En cuanto a Virginia, no escondía la fascinación que le provocaba la historia que se estaba desvelando ante sus ojos.

—¿Qué pasó con la muchacha de la que te enamoraste? —quiso saber.

—¡Al infierno con ella! ¡Fue mi perdición!
 

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