lunes, 16 de enero de 2017

Lee Orgullo sajón

INGLATERRA. AÑO 1194

La segunda expedición militar contra los sarracenos había fracasado. Luis VII, rey de Francia y Conrado III de Alemania habían sitiado sin éxito la sempiterna ciudad de Damasco. El papa Gregorio VIII ordenó predicar una tercera cruzada, prometiendo beneficios espirituales y terrenales a los combatientes en ella. Federico I de Alemania, Felipe Augusto de Francia y Ricardo I de Inglaterra, conocido como Corazón de León, contaron aquella vez con el apoyo de Isaac II, emperador de Oriente. La empresa se inició bajo un manto de buenos auspicios, pero Isaac faltó a su palabra, Federico murió y las disensiones entre los reyes de Francia e Inglaterra hicieron fracasar la cruzada.


Ricardo Corazón de León regresó a Inglaterra el tiempo justo de pasar revista a sus feudos, colgar a unos cuantos infieles como escarmiento y entrevistarse con algunos nobles. Después, partió de nuevo hacia sus propiedades en territorio francés e Inglaterra volvió a quedar, una vez más, huérfana de rey.


Un sentimiento de frustración embargó el corazón del caballero que, montado sobre un semental de oscuro pelaje y poderosas patas, atravesaba las campiñas inglesas seguido de un nutrido grupo de hombres armados. No le sabía tan mal ser abandonado por su rey como la negativa de Ricardo a que le acompañara en su empresa, pero las órdenes del monarca habían sido claras y concisas:


—Deseo pacificar mi reino –le dijo—. La vida entre normandos y sajones parece haber llegado a un continuo desencuentro. Quiero ser el soberano de todos, no el amado rey de unos y el odiado usurpador de otros. Y tú, vas a ayudarme.


De nada sirvieron sus protestas y ahora, pensar en hacerse cargo del extenso feudo de Kellinword, cuyo señor había muerto en batalla sin dejar herederos, le preocupaba. Por lo que sabía, el territorio era grande. Abarcaba al menos cinco pueblos, doce aldeas y una gran cantidad de tierras de pastoreo, labranza y bosques. El anterior señor de Kellinword ganó fama por el castillo que, piedra a piedra, levantó con esfuerzo y con incursiones en territorios vecinos que le permitieron ampliar sus propiedades y proporcionar a sus arcas suficiente dinero para pagar trabajadores. Ahora, las almenas retaban al cielo azul de Inglaterra.


Wulkan no era hombre de asentarse y atiborrarse de vino y manjares. Jamás conoció casa fija y la idea de tener que hacerse cargo de tanta gente le causaba dolor de estómago.


Sabía que había tenido un padre y una madre en alguna parte, acaso hermanos y hermanas, pero no los recordaba. De vez en cuando, al rendirle el sueño, resonaba en su cabeza una tonadilla que nunca conseguía recordar dónde pero que relacionaba siempre con una mujer hermosa y joven que le acariciaba el rostro y le mecía en sus brazos. Si aquella mujer fue su madre, no lo supo jamás. Sólo recordaba haber despertado bajo la lona de una tienda de campaña propiedad de un tal Muderman de Levrón: borracho, mujeriego, sucio y despiadado con todos los que le rodeaban. Ladrón, embaucador, timador y a veces violador. Muderman le recogió. Ignoraba si por lástima o porque necesitaba unos brazos jóvenes para montar y desmontar la lona mugrienta en la que habitaba. Fue el único padre que conoció.

Al principio, Wulkan creyó que su nombre le había sido puesto por Muderman, pero después de tres largos años viviendo bajo aquella asquerosa lona, vagando por casi toda Francia, de feria en feria, de pueblo en pueblo y de aldea en aldea, descubrió un medallón de oro mientras ordenaba las escasas pertenencias del hombre. Muderman entró en la tienda cuando él miraba extasiado la joya y conseguía leer con esfuerzo (conocía las letras gracias a las enseñanzas de un viejo monje) la dedicatoria en el reverso: A Wulkan, con mi amor. Entonces se dio cuenta de que otra persona distinta a Muderman se lo adjudicó al nacer y le había regalado la joya. Wulkan no lo recordaba. Tampoco sabía que quienes le raptaron de la casa de su padre, pidiendo después un fuerte rescate, le arrojaron a un barranco, dándole por muerto, para que jamás pudiera reconocerlos. Tenía ocho años cuando descubrió el medallón y lo único que consiguió preguntando quién era él en realidad, fue la mayor paliza de su vida. Muderman lo abofeteó hasta atontarle. Después, la correa ocupó el lugar de los puños hasta el desmayo. Cuando recobró la conciencia, más muerto que vivo, se encontró sólo. Muderman se había marchado. Regresó un par de días después, totalmente borracho y volvió a golpearlo. No pudo hacer nada. Era una criatura y soportó no solamente aquella paliza sino muchas otras que llegaron después, cada vez que Muderman se emborrachaba. Le pegaba por todo. Si colocaba sus cosas, porque no quedaban a su gusto. Si le llevaba una prostituta a la tienda y ella no le satisfacía, porque se encolerizaba. Si la ramera se portaba como deseaba, porque decía que la había mirado con descaro. Siempre existía una causa para liberar la correa y dejarlo molido a azotes.


Se convirtió en hombre a golpes de aquel despojo humano. Y se hartó también de esos golpes. Hasta que contestó con la misma moneda. El trabajo constante y la vida al aire libre le procuraron un cuerpo fuerte y musculoso, y hubo un día en el que se dio cuenta de que no tenía que soportar a aquel bastardo. Después de fracturarle la mandíbula, tomó unas cuentas monedas como pago a las palizas y marchó a París llevándose una mula de carga como montura.


A pesar de su gesto, siempre hosco, las mujeres prodigaban a Wulkan más atenciones de las que podía imaginar. Era un muchacho de apenas dieciséis años, alto y bien formado pero sin ninguna experiencia en el arte de encandilar a una mujer. Fueron ellas, precisamente, quienes le enseñaron. Y lo hicieron de maravilla. La primera, una esposa joven casada con un hombre que le triplicaba la edad, deseosa de carne fresca. La inexperiencia de Wulkan la atrajo. No sólo le proporcionó su primera experiencia sexual sino que le procuró ropas y maestros que le enseñaron letras y matemáticas, ciencias y geografía. Cuando el anciano esposo descubrió al mozo que calentaba la cama de su dama, Wulkan hubo de salir a escape de París, con hombres armados pisándole los talones.


Después de aquella esposa infiel vinieron otras mujeres. Solteras, casadas o viudas, no hizo ascos a ninguna de ellas, aunque tampoco de fió de ellas porque las rameras de Muderman siempre le trataron a patadas. Así que aprendió a usarlas y olvidarlas. Se ejercitó en el arte de las armas y acabó siendo un verdadero diablo en el manejo de la espada y la ballesta, consiguiendo manejar el caballo con las piernas mientras sus brazos se ocupaban con el hacha y el escudo.


Aunque realmente lo que le impulsó a la cima fue una riña. Aún ahora, después de casi diez años, sonreía recordando el muchacho que era y la causa de la disputa: una mujer. Una joven cantinera lo suficientemente hermosa como para que Wulkan pasase por alto su falta de medios. Y arisca. La estuvo rondando una semana completa antes de convencerla para llevársela a la cama. Justo entonces había aparecido aquel tipo, un poco mayor que él, con una melena ensortijada y mirada ardiente. Ofreció a la joven una bolsa de monedas y ella aceptó encantada. Wulkan también pensó pagar sus servicios, pero no podría haber competido con aquella bolsa repleta. La mirada de su rival se clavó en la oscura de Wulkan con ironía. Acabaron en el patio trasero de la taberna, aunque los hombres que acompañaban al intruso hicieron lo imposible para evitar la pelea. Sin armas. A manos desnudas. Sólo poder contra poder, macho contra macho en lid por una hembra. Luego de media hora de combate, sudoroso y dolorido, con una ceja en carne viva, sangrando el labio inferior y un hematoma de proporciones considerables en el hombro derecho, Wulkan consiguió tumbar a su contrincante con un gancho a la mandíbula: cayó despatarrado, cuan largo era, con un moretón sobre uno de sus ojos y el mentón desencajado y cárdeno.

Wulkan se sintió eufórico aunque su aspecto fuese tan lamentable como el de su oponente. Hasta que uno de aquellos hombres se le acercó, echó una ojeada al caído y luego le miró a él alzando una ceja.
—Muchacho –dijo con un atisbo de humor en la voz—, acabas de tumbar nada menos que a Ricardo Corazón de León.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué voy a decir de este libro... con él te descubrí Nieves y fue una delicia de lectura. Ya la he leído tres veces...
Marta

Nieves Hidalgo dijo...

Eres un cielo, MARTA!!!
Besos y mas besos.