viernes, 13 de enero de 2017

Lee Lo que dure la eternidad

Dublín, Irlanda. Año 2004


Cristina se acomodó la correa del bolso sobre el hombro mientras observaba sus dos maletas avanzar sobre la cinta transportadora. El vuelo en Air Lingus resultó cómodo y corto, de apenas tres horas desde el momento del embarque y, afortunadamente, no le perdieron el equipaje como le había ocurrido en su último viaje a Bruselas. Manipuló su reloj para adecuarlo al horario local y empujó el carrito hasta situarse lo más próxima posible a la cinta. Por megafonía anunciaban la llegada del vuelo de París. El aeropuerto era un ir y venir de viajeros presurosos para tomar su vuelo o recoger su equipaje. Chiquillos que corrían entre los pasajeros, madres reprendiéndolos, gente cargada con bolsas de regalos. Cristina se sintió incómoda y deseosa de salir de allí. Cada vez odiaba más los viajes en avión, sobre todo desde que las medidas de seguridad habían convertido cada vuelo en una carrera de controles. Todo aquel trasiego de llegar con al menos una hora de antelación, facturar, esperar al embarque, pasar los detectores, soportar sentada en los estrechos asientos de la cabina hasta tomar pista, las prohibiciones de fumar... Para luego de un vuelo más o menos largo volver a empezar, pero a la inversa. Y nuevos paseos por pasillos interminables a través del aeropuerto para la recogida del equipaje. Y más esperas.

Cuando la primera de sus maletas se acercaba a ella, retorciéndose sobre la cinta como si quisiera escapar, se inclinó para recogerla. No le dio tiempo. Un brazo masculino se le adelantó, tomó el asa de la maleta y la levantó como si no pesase nada, aun cuando ella sabía que superaba los veinte kilos: al facturar en Barajas había tenido que pagar sobrepeso. Miró al hombre con interés y éste le devolvió una sonrisa de clínica odontológica y dientes esmaltados. Tenía un rostro tan encantador que Cristina no pudo por menos de responder con otra, mientras él colocaba la maleta en el carro. Luego, como si aquel gesto hubiera significado un permiso, se hizo cargo de la segunda para ponerla encima.

«Ligue seguro si lo quiero», pensó Cristina.

—¿Es la primera vez que viene a Dublín? —preguntó él.

Tenía una voz agradable y ligeramente ronca.

—Sí. Uno de esos destinos siempre deseados y nunca realizados —respondió ella en perfecto inglés.

—Sean Rosslare... —Le tendió una mano grande y morena.

—Cristina Ríos. —Ella se la estrechó, notando con agrado su vigor y apreciando el inmejorable Rólex de oro. Apreció el resto, valorando el costoso traje de lana que cubría aquel cuerpo firme y musculoso.

—¿Ríos? —Arqueó una ceja cobriza, como su cabello.
El brillo de sus ojos azules confirmó a Cristina que, en efecto, allí había un flirteo anunciado—. Habría jurado, por su aspecto, que era irlandesa... o escocesa.
—¿Por la falda y la gaita? —bromeó ella.

La risa ayudó a que se sintieran cómodos.

—¡Por Dios! Creo que ya nadie pone ese tipo de etiquetas.
De todos modos, su cabello y sus ojos...

—Herencia de mi abuela.

—Una mujer hermosa, seguramente —dijo él, galante—. ¿Me aceptaría un café?
«Directo al grano», pensó Cristina. Lo miró con más atención. Y se le escapó un suspiro. Aquel buen mozo era digno de una segunda y de una tercera ojeada, desde luego. Alto, sólido, formidable. Una maravilla. ¡Lástima no disponer de tiempo!

—Lamento tener que declinar su oferta, señor Rosslare, pero me están esperando. Ahora mismo voy a recoger un coche de alquiler.

—¡Vaya por Dios! —se lamentó él, con simulada contrariedad—. No todos los días puede uno contemplar una cara tan bonita. ¿Hacia dónde se dirige? —se interesó, inclinándose para recoger su propia maleta.

Cristina empezó a empujar su carro una vez que él acabó de colocar en él su equipaje y contestó:

—Hacia el sur, al castillo de Killmarnock.

Él parpadeó un par de veces.

—Un lugar precioso. Y con leyenda. —Caminó a su lado, ambos con sus respectivos carros como si estuvieran en un hipermercado—. Es una pena que tenga una reunión de negocios dentro de un par de horas, de otro modo me encantaría mostrarle las maravillas de Irlanda. ¿Se quedará con nosotros muchos días?

—Aún no lo sé. Puede que una quincena.

—¿Por placer?

—Por trabajo —repuso ella mientras hacía malabarismos para no arrollar a un chiquillo que escapaba de otro mayor decidido a atizarle con una espada de plástico.

—¡Vaya! Parece que el trabajo nos persigue allá donde vamos. —Habían llegado al mostrador de alquiler de vehículos, donde, afortunadamente, no había nadie. Cristina dejó el carro a un lado, se descolgó el bolso y sacó su identificación y los documentos de la reserva.
—¿Seguro que no necesita ayuda? —insistió él.

—Seguro. Gracias.

—Bien. Le deseo una feliz estancia en la Isla Verde. ¡Otra vez será! dijo, suspirando cómicamente—. No olvide tomarse una Guinness o un buen Jameson.
Ella volvió a estrechar su mano, le dio las gracias de nuevo y lamentó que se alejara. ¡Vaya mala suerte! Se volvió hacia el empleado del mostrador.

—Buenos días. Tengo reservado un Rover.

El empleado de la agencia fue rápido y eficaz, y al cabo de pocos minutos, Cristina Ríos Borrell, de veintiocho años, licenciada en letras y, de paso, especialista en pintura, avanzaba por la carretera que salía del aeropuerto y se dirigía hacia el sureste de la isla. Le habría gustado pasar unos días en Dublín antes de comenzar a trabajar, para conocer la ciudad, centro de la actividad política, cultural, económica y deportiva de la isla. Pero lo primero era lo primero, y el trabajo siempre ocupaba para ella ese puesto. Rechazó que fueran a recogerla al aeropuerto y prefirió alquilar un coche para preservar su independencia. La esperaban en Kilkenny. Ya tendría tiempo, cuando finalizara lo que había ido a hacer, para disfrutar de las bellezas de Dublín. Desde luego no tenía intenciones de salir de Irlanda sin conocer unos cuantos lugares de interés... y unos cuantos pubs.

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