viernes, 20 de enero de 2017

Lee Amaneceres cautivos

El coche se abrió paso entre campesinos, soldados, caballeros que intentaban cubrir a las damas de la lluvia y chiquillos que ya comenzaban a revolcarse en los charcos a pesar del frío. Carlos abrió la puerta y ayudó a Elena a subir con premura. Luego tendió la mano a Marina y ella no fue capaz de negarle la suya. A pesar de los guantes de ambos, una corriente corcoveó desde la palma de la mano hasta la clavícula cuando los largos dedos de él apretaron los suyos. Al notar la otra mano del hombre en su cintura se envaró y casi entró en el carruaje a trompicones. Se acomodó frente a Elena, cuyas amplias faldas ocupaban casi todo el asiento.

—A Ojeda Blanca, Anselmo –gritó al cochero, que azuzó los caballos casi antes de que su amo saltase al interior. Una vez dentro, Carlos pareció dudar qué asiento ocupar y, por desgracia para Marina, lo hizo a su lado.

Elena echó hacia atrás la amplia capucha de su capa y se ahuecó un poco el cabello.

—Estás tan hermosa como siempre –aduló él, mientras entregaba sendas mantas a las damas, para que se cubrieran durante el trayecto.

—¡Que decepción! –rió la muchacha— Diego dice que cada día estoy más bonita.

—Diego es un hombre de suerte. Y un zalamero, aunque con motivo.

—¿Verdad? –coqueteó ella, sonriendo cuando vio que Marina le lanzaba una mirada irritada. Descorrió las cortinas y echó un vistazo fuera, arrugando la respingona naricilla—. ¿Crees que llegaremos? Están cayendo chuzos. Al menos ha dejado de oler a demonios.

—El Palacio de Hidra está a mitad de camino –dijo él, quitándose el sombrero.

—¿Parar en la guarida de un corsario? –exclamó ella, como si se escandalizase, pero sonriendo de oreja a oreja—. ¡Fantástico! He oído decir que tu casa es una ver...

—Si no te importa, Elena –cortó Marina—, prefiero ir a la mía.

—Aguafiestas.

—Señora –Carlos se giró ligeramente en el asiento para mirarla. El movimiento acercó su muslo al de la muchacha; a pesar de los metros de tela, fue como si le hubiesen puesto un ascua ardiendo-, si os preocupa vuestra reputación, debo deciros que ya lleváis carabina.

—¡Valiente carabina está ella hecha! –gruñó, ganándose la carcajada de Elena—. El padre

Álvaro nos estará esperando.

—El padre Álvaro se quedó hablando con uno de los canónigos de la catedral –atajó Elena—. Si mi intuición no me falla, no le veremos hasta que haya sacado sus buenos reales.

—De todas formas...

—¿De qué tenéis miedo? –preguntó Carlos de repente.

Le miró a los ojos. Aquellos malditos ojos verdes que quitaban el aliento. Ojos de embaucador, de bribón. Ojos de seductor. Sonreía perversamente, sin duda burlándose de ella. Aquella sonrisa despertó en Marina una furia casi olvidada.

—¿De qué habría de tener miedo? –le enfrentó.

—Acaso de que intente seduciros en mi... ¿guarida dijiste, Elena?

—¡Que tontería!

—¿No me creéis capaz de seduciros, mi señora?

—¡Ni por un momento!

—Pero vuestras mejillas están arreboladas, doña Marina.

—El calor del coche.

—Concededme un poco de crédito. No estoy tan decrépito para no distinguir cuándo el sonrojo de una mujer se debe al calor. O cuándo a otros motivos...

Elena dejó escapar una risita y Marina la miró con ganas de asesinarla. Desde luego, él podía ser todo menos decrépito, ¡por amor de Dios!

—Sois demasiado arrogante, conde.

—Culpable.

—Y demasiado insolente.

—Culpable también.

—¿Engreído?

—Lo confieso, señora –su sonrisa fue un fogonazo de luz.

—Desvergonzado, cínico, impertinente, atrevido…. –se irritó ella.

—¡Santa Madre de Dios, frenad vuestra lengua, señora mía! –Carlos lanzó una carcajada que fue coreada por Elena-. Vais a acabar con todos los insultos del vocabulario. ¿Os queda alguno en el tintero?

—Deberían ahorcaros.

—Acepto si eso os hace sonreír como cuando observabais el retablo en la catedral. 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo recomiendo sin duda!! Un precioso libro!! lo disfruté mucho cuando lo leí.
Un besazo Marta

Nieves Hidalgo dijo...

Y sigo, sigo, sigo enviándote besos, guapísima!!!